El Real Madrid, emperador en Japón
El Madrid obtuvo en Yokohama su segundo Mundial de Clubes, quinto título si se suman las Intercontinentales. Nadie tiene tantas, con cuatro se queda el Milán. Y nadie tiene tantos títulos internacionales: 21 frente a los 20 del Barcelona, 23 frente a 22, si tenemos en cuenta la Copa Latina.
El Madrid, por tanto, actualiza su dominio. Y esa, y no otra, era la función de esta competición que todo el mundo considera extravagante o absurda porque en lugar de aborígenes ibéricos la juegan mexicanos o japoneses, como si estos no fueran hijos de Dios. En el 2000, el Madrid jugó un Mundialito y acabó cuarto detrás del Necax). Otra posibilidad era salir al espacio exterior a buscar rivales de «tronío».
Zidane prolonga su racha de imbatibilidad a 37 partidos y
supera otra marca madridista: el inicio de temporada de 26 partidos sin perder de Capello en la 96/97. Un entrenador criticadísimo mientras lograba esa proeza. Con estos números, ¿qué clase de periodista o ser humano sería yo si criticase el juego del Madrid?
Pero algo hay que decir. Porque la final estuvo muy cerca del ridículo. Y el triplete de Cristiano (algo que en estas finales sólo logró Pelé) esconde un partido estridente de lo malo que fue. El Madrid hizo historia, pero durante un rato largo estuvo a punto de hacer historia del fútbol japonés.
«El Kashima sale con todo» decía algún locutor. ¿Qué clase de conocimientos hay que tener para pronunciar esa frase? El Madrid jugaba contra el «todo» del Kashima y contra sus biorritmos. Por el jet lag, pero sobre todo por su propia montaña rusa mental.
Lo primero que hicieron los japoneses fueron faltas. En eso el exotismo fue mínimo. Siempre se dice que corren mucho. Así fue. El Madrid salió a tocarla con ligereza, muy vivamente, para cansarlos. Salió así, pero también con cierta propensión a la filigrana, como si tuviera todavía un aire de exhibición.
Esto se notó sobre todo en Cristiano, que hizo una primera parte horrible. Cada vez que la cogía intentaba unos números circenses para el oh japonés. Es un jugador acostumbrado al odio y lleva mal la admiración rendida. Quizás la «vigilancia activa» del Bernabéu sea lo mejor.
El único que jugó en ataque fue Benzema. El gol lo marco él, por fin decisivo en una final. Un chut lo despejó mal el portero, y le cayó a Modric, solo al borde del área. Su disparo volvió a rebotar en el portero, que parecía de cinc, y le cayó a Benzema, muy encima de la jugada. Remató casi con un acto reflejo. No podía no rematar.
Benzema abre el marcador
El gol era un fallo multiorgánico japonés. Corrían mucho, pero su presión no era blindada. Un simple ir de banda a banda, un movimiento inteligente de Modric o de Benzema, abrían su defensa. El Kashima no respondió con un banzai, pero fue llegando después con un par de aproximaciones. El Real Madrid comenzaba a relajarse.
Cristiano cansó hasta a los japoneses con sus bicicletas, que ya no son ni bicicletas sino unas gansadas de bombero torero. En los minutos en los que el Madrid seguía el plan previsto lucieron Kroos y Modric en la conducción, junto a las apariciones de Nureyev de Benzema. Cada toque de ellos era un tropel cascabelero de japoneses corriendo detrás.
Pero el equipo se relajó. En el 23, el Kashima llegó con mucha facilidad, y hubo una reacción de urgencia. Una buena ocasión de Benzema, apoyado de primeras en Lucas Vázquez. El canterano, que lo ve todo bien, decidió asociarse con él. Lucas fue más Yamamoto que el propio Yamamoto y cansó y corrió bien su banda.
El Madrid era superior, pero arriba se deshacía, no concretaba nada. Empezó a ser evidente. El Kashima hacía un fútbol otaku, como de manga, que descargaba al partido y al propio Madrid de las viejas pasiones. El Kashima y el ambiente japonizaba todo y convertía el partido en una actividad recreativa, de videojuego, friqui, sin sangre. Ese era el riesgo. El Madrid jugaba aún mejor, pero jugaba en japonés. Ellos estaban vivos.
Y lo esperado pasó. Después de unos minutos horrorosos, de disparate táctico y desaparición completa (quizás con apagón físico-circadiano en los organismos a deshora de los madridistas), el Kashima empató con gol de Shibasaki desde el área pequeña. Es decir, pasividad general y mal rechace de Varane, al que no se le puede culpar mucho porque ya antes había salvado un cante más o menos jondo de Ramos. El partido se iba al descanso más crudo que el sashimi.
En la cara de Zidane asomó, como si fuera una combinación inaudita e imposible de sus facciones, algo desconocido: la mala leche. Lo que dijera Zidane en el descanso no fue del todo suficiente. Es cierto que el Madrid salió más serio, pero el Kashima estaba todavía muy a su aire por donde Endo, la banda de Marcelo. Era necesario algo más. Clavarse un poco el cuchillo en los intestinos. Intentar el harakiri para sentirse vivo.
En el 51, un balón rifado por Ramos le cayó a Shibasaki, que desde fuera y con la izquierda la clavó junto al poste. El Madrid o la hace a la tremenda o no la hace. Del estupor salió primero Modric, que dio el paso adelante y tomó la iniciativa.
Y le siguió Lucas, la constante Lucas. Su inteligencia con Benzema se mantenía y en el 57 le devolvió una pared y se fue directo al ataque. Sacó penalti y lo marcó Cristiano. La importancia de Lucas en el Madrid es fundamental. Es un jugador de primer orden que está en lo importante.
El gol reflotó al Madrid definitivamente. A la jugada siguiente, Cristiano ignoró la soledad de Benzema en una jugada de un egoísmo digno de expediente disciplinario. Sergio Ramos la rozó en un córner en el 60. Los japoneses, contra todo tópico, no sufrieron tanto por alto.
Tras Modric y Lucas, faltaba Marcelo por sumarse a la construcción del juego. Zidane hizo algo interesante que ya había apuntado. Metió a Casemiro en la defensa y se dibujó en una especie de 3-4-3, con los laterales arriba. Con la ayuda de Benzema, el mejor de todos, Marcelo hizo estragos por su banda.
El Madrid siguió teniendo ocasiones. El portero local se lució tras una media vuelta con remate de Benzema. Sohagata le pararía un par más a Cristiano, en ocasión clara a la contra, y luego a Benzema. Corrigió con creces su error en la primera parte.
El partido avanzaba y Zidane no movía le banquillo. Lo hizo en el 78 para sacar a Isco por Lucas. Un cambio injusto que deprimió un poco al Madrid en los minutos siguientes. Sufrió mucho en los últimos minutos. Keylor tuvo que hacer dos paradas en el 87 y 88 y Endo remató fuera en el 93.
¿Quién pedía la hora? No estaba claro. El árbitro (de Zambia) le perdonó a Ramos una tarjeta que era la expulsión en el 89.
El Madrid acababa otra vez en la prórroga. Su historia reciente es un tobogán cardiaco y la intriga por la intriga. Llevaba 100 minutos en el campo y estaba reducido a las espirales autodestructivas de Isco. Pasividad del resto.
Había algo casi negligente. Zidane no hacía cambios, quizás porque el cambio era el de Cristiano. Sin embargo, y esto define mejor que nada al actual Madrid, entrada la primera mitad de la prórroga, Cristiano marcó el 3-2 tras un pase inteligente de Benzema que le dejaba solo.
Benzema fue el héroe de la final, pero el hat trick se lo llevó él. Con el Kashima alargado, partido y descolocado, remató el cuarto de zurdazo inapelable. Entonces ya movió el banquillo Zidane, que rozó su absurdo y que tiene temple antes que flor.
Pero hubo algo feo en esa tensión. La final había concluido y el palmarés del Bernabéu ya parpadeaba como un posavasos mitológico esperando una nueva copa internacional.