El nominado a los premios Óscar que vive en Colombia

panamaUn panameño que vive en Bogotá fue uno de los artífices de una producción candidata a un galardón.

En principio, cuando los cuchillos se pasean por su cuello delgado y negro, Anwar Congo contiene los gestos y se muestra rígido, imperturbable. Nada parece quebrar su frivolidad. Nada, ni siquiera las hojas filosas que amenazan su rostro curtido y viejo, rompen aquella seriedad que, en verdad, solo oculta un profundo remordimiento. Porque él no hace más que tratar de eludir los fantasmas de los cientos de asesinatos que, como victimario, alguna vez cometió. Pero ahora, en ese oscuro cuarto, es apenas una víctima indefensa.

La escena se repite cada tanto. Sus amigos, los mismos que también masacraron comunistas, sindicalistas, intelectuales y opositores del Gobierno, sueltan carcajadas, se burlan y simulan hacer con Anwar lo que con frecuencia hacían juntos hace varias décadas: lo asfixian, ponen su cabeza bajo una mesa, lo gritan, lo intimidan. Pero él, en ocasiones, frente a las cámaras, parece impávido, parece no importarle.

Así es ‘The act of killing’, uno de los documentales nominados a los premios Óscar y a los Bafta. Su historia le ha dado la vuelta al mundo y ha dejado en evidencia una cruel realidad que parecía importarle a unos pocos. Sus imágenes son la reproducción de la violencia, del terror que vivió Indonesia en la década del sesenta. Son el reflejo de una sociedad que aún vive con espanto y resignación las estelas que dejó el pasado y la división mundial que originó la Guerra Fría.

Y tras esos lentes, que grabaron cerca de dos mil horas y que hoy no pueden apartarse de la polémica, estuvo Joshua Oppenheimer, el director, y Carlos Arango de Montis, un panameño que desde hace tiempo vive en Colombia.

“Sabíamos —dice Arango hoy desde su apartamento en Bogotá— que la idea podía trascender porque estábamos convencidos de lo importante que era exponer al mundo esa realidad. Y aunque parecía más una aventura de solo cuatro personas, en la que había una avalancha de obstáculos que tocaba enfrentar con las uñas, sabíamos que algo bueno podíamos hacer”.

Él, de pelo al ras y acento marcado, ya intuía lo que se iba a encontrar cuando en 2006 se embarcó en ese proyecto: unos personajes orgullosos de sus masacres y sedientos de protagonismo. “Unos personajes muy fuertes cargados de un pasado que incluso se siente. Porque si tú has matado 500 personas, indudablemente lo sientes”.

Pese a ello, se dieron a la tarea de filmar y enfrentar esa locura con la que un día, por casualidad, se había tropezado Oppenheimer. Una locura que pretendía hacer que los protagonistas del genocidio indonés —admirados por muchos, libres y sin penas— rememoraran los mecanismos de tortura, recordaran cómo habían pasado sus días de paramilitarismo después de que un tal general Suharto derrocara en 1965 a un gobernante elegido por el pueblo.

Por eso es que Anwar, el personaje principal, el líder al que hoy dirigentes y ciudadanos le hacen venias, deja que los cuchillos falsos rocen su cara al asumir como actor ese papel de víctima, al evocar en la gran pantalla ese sadismo con el que mataban comunistas para luego complacerse y eludir las culpas con risas e instantes de alegría.

Pero, aunque en principio no resulte del todo evidente, “él —recuerda Arango interrumpido por silencios—, en verdad, tiene un conflicto interno y está lleno de remordimiento. De hecho, en una de esas representaciones en la que hace el papel de víctima, le dio un ataque de nerviosismo y tuvimos que detener la grabación”.

Es algo similar a lo que sucede en una de las últimas escenas de ‘The act of Killing’, cuando se ve a Anwar andando en una azotea. El lugar, recuerda él mismo frente a las cámaras, es el sitio donde en otros tiempos masacraban comunistas. Y a él, flaco y enjuto, se le revuelve el vientre mientras le cuenta las cámaras cómo era el procedimiento. Les cuenta y se justifica aunque sepa que sus argumentos son mentira. Y llora y vomita porque, tal vez, en el fondo sabe que solo ellos tienen la culpa.

Detrás, Oppenheimer y Arango, lo miran asombrados. “Yo iba a cortar —cuenta al ritmo de una cerveza— pero miré a Joshua; nos miramos y seguimos grabando. Me quedé quieto y no corté. Me quedé quieto y de ahí salió la famosa escena”.

Porque, a pesar de no entender una sola palabra de lo que salía de los labios de Anwar y sus amigos, de ese idioma tan ajeno y desconocido, Arango, director de fotografía, comprendía lo que sucedía.

Se armaba de intuición y paciencia, y filmaba. Lo hacía porque no todo le resultaba tan extraño ni tan distante; porque, dice, “ese entorno violento ya lo he repetido varias veces. Primero en Panamá, por su relación extremadamente conflictiva con Estados Unidos; luego en Nicaragua, a donde llegué en plena revolución sandinista; y después en México y Colombia donde la guerra todavía está viva”.

Quizás, ese era el motivo por el que al terminar las grabaciones, que se interrumpían de vez en vez, a Arango le resultaba imposible viajar a las cercanías de ese rincón que es Medán, el escenario del documental, y sólo tenía ánimos para volver a su casa.

Así, probablemente, este cineasta, criado en la escuela de San Antonio de los Baños, Cuba, y en parte artífice de películas como ‘Riverside’, ‘Historias del desencanto’, ‘Violeta de mil colores’, ‘Ezra’ o ‘Ruta 47’, podía desprenderse de esos relatos escalofriantes, de esas pesadillas que contaba Anwar y que atribuía a los ojos de una cabeza que cortó y no cerró a tiempo.

Tal vez así, podía volver a ese México o a esa Colombia a la que alguna vez Joshua Oppenheimer pensó visitar porque había algo que podía descubrir tras nuestros inconmensurables cultivos de palma africana.

SERGIO SILVA NUMA

REDACCIÓN ELTIEMPO.COM
sersil@eltiempo.com

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